miércoles, 9 de abril de 2008

Amanecer pétreo

Cada paso era más costoso. Su caminar se hacía más y más pesado a cada centímetro. El paso del tiempo se ralentizada agudizando su cansancio. Sentía que ya nada podía hacer, que no tendría suficiente energía para elevar su rodilla para dar un paso más. Sus manos sudaban al ritmo de una catarata, sus ojos se desecaban como charco en el desierto más árido jamás imaginado. Su vista se nublaba como vapor de sauna, sentía que su cerebro se compactaba por momentos... el sudor de su frente le invadía hasta hacerle cosquillas en los dedos de los pies, pasando por su espalda cual río desbordado por lluvias torrenciales. Sus ropajes pesaban toneladas humedecidos por la sudoración de todo su cuerpo. Sentía que su objetivo se alejaba cada vez más de él; su meta se burlaba de sus sentidos y jugaba con su mente. Ya no podía más... cuando de repente, frente a su alargada naríz, apareció un brazo tendido que lo animaba a seguir y lo invitaba a agarrarse a él. Cada intento por alcanzar dicha mano resultaba en vano; la distancia crecía a cada parpadeo, por lo que decidió dejar de parpadear, bebiéndose sus ojos así todas las lágrimas que dentro reservaban.
El sol estaba saliendo, aparecía tímidamente por la línea del horizonte, con débil incandescencia primero, tomando cada vez más fuerza y potencia cual foco alógeno.
No lo lograría, su objetivo estaba demasiado lejos y el sol demasiado cerca... debería adoptar una postura natural en cualquier lugar de su azaroso camino, sin haber logrado llegar a su pedestal. En un último intento por alcancarlo, sintió como sus piernas estaban cada vez más paralizadas, cuando de pronto una de ellas se quedó inmovil por completo con un agudo cosquilleo doloroso similar al de millares de abejas punzando con sus aguijones por toda esta extremidad. Dicha somnoliencia de su extremidad fue creciendo por su cuerpo, invadiendo cada una de sus valiosas partes, hasta quedar su atractiva figura totalmente inmovil; ni siquiera podía recoger sus alas. Poco a poco su cuerpo se fue cubriendo de una gruega y rugosa capa de un extraño material pétreo desde los pies hasta la punta de sus dorados y sucios cabellos, quedando así convertido, un amanecer más, en una pieza de aquella kafkiana catedral del S.XV agrietada y ensombrecida por aquellos musgos; silenciosos testigos de infinidad de extrañas y curiosas historias como esta.
Y así fue como tras largos siglos de vida y especial dedicación, la protectora y fiel guardiana de aquel templo, no estaba donde debía al amanecer por primera vez.



Guldem. 30/05/2009
-SMTC-